Theodor Adorno preconizaba que después de Auschwitz no había hueco para la poesía. Claude Lanzmann mantenía que ese mismo horror no se podía representar. Geoges Didi-Huberman sostenía que, pese a todo, las imágenes pueden hacer frente a lo inimaginable. La historia del cine parece desmentir a los primeros y dar razón al historiador francés, con mayor o menor fortuna.
Así, el tratamiento film-espectáculo de
Spielberg en La lista de Schindler (1993) o de comedia en La vida es Bella
(1997) de Benigni rozan lo inmoral y lo frívolo. El suspense alrededor de la
cámara de gas en la escena de las duchas es inaceptable. Si Benigni hubiera
querido explorar el camino de la comedia para un tema como el holocausto,
debiera haber seguido las trazas que Jerry Lewis aplicó a El día en que el
payaso lloró, un film que nunca llegó a estrenar, pero del que existe
suficiente información. Leer su argumento, especialmente el final, sigue
poniendo los pelos de punta.
No pasa lo mismo con el formato documental que adoptó
Alain Resnais en Noche y Niebla (1956) donde integró un texto poético con
imágenes de archivo y trávelings en color con la imagen de los campos de
concentración en el momento de la filmación, mientras el relator anunciaba que “una
hierba extraña cubre los senderos una vez pisados por los prisioneros”. Poesía,
documento y testimonio integrados.
El hijo de Saúl (2015) pretende hacer frente a
esta disyuntiva con un enfoque personal y original. El protagonista – con
nombre y apellido, afirmando su personalidad, nada de números- aparece al inicio
de film desde un fondo desenfocado y desde entonces la cámara le sigue, casi
siempre de espaldas, muy de cerca, mientras trata de enterrar dignamente su
hijo (ficticio o no da lo mismo) apoyado en un formato estrecho (1-1,33) y un
foco cerrado, de modo que el horror queda siempre en segundo plano, fuera de
campo o desenfocado. El infierno no queda directamente registrado, pero se
intuye y sobre todo se escucha. El hijo de Saul comparte con La zona de interés
(Glazer, 2023), ese afán por hacer visible el horror a través de lo que
escuchamos. Dos filmes en apariencia formalmente distintos pero que responden al
mismo impulso creativo, la dificultad de plasmar el infierno en imágenes.
Nemes sigue al personaje, pero no utiliza la
cámara subjetiva. Sería una traición a su manera de mirar. Lo que ve el
espectador no es lo que mira el personaje sino un segundo plano desenfocado que
el director no quiere mostrar. La cámara sigue al personaje, pero no en planos
secuencia. Se huye del virtuosismo ostentoso. Domina el pudor y la coherencia.
Un pudor que no existía ni en el film de Spielberg ni en el Benigni.
Como Miklós Jancsó, Nemes utiliza el travelling
en un espacio opresor como una manera poética de buscar un resquicio de luz. El
cine no puede cambiar el mundo, pero sí rescatar un hilo de la memoria colectiva.
Es lo que hace este film con un homenaje explícito a las cuatro fotografías que
los Sonderkommando consiguieron registrar, a riesgo de su vida, desde el
interior de las cámaras de gas respetando el punto de vista de los prisioneros
en Auschwitz-Birkenau.
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