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Extraña forma de vida (2023)

Almodóvar propone un cierre en falso.

¿Por qué un cineasta español como Pedro Almodóvar tiene la pulsión de rodar un wéstern en estos momentos? Desde luego no para revisar las leyendas, crueldades o falsedades de la historia de los Estados Unidos. Tampoco para rendir homenaje a un género que lleva dando ya hace años sus últimas bocanadas, eso sí, algunas muy brillantes. Probablemente sí para contar una historia de amores imposibles y trágicos. En este caso una historia de amor entre dos hombres, algo que a lo que el wéstern clásico prestó poca atención hasta Brokeback Mountain (2005).

De todas formas, hay que ser prudentes con estas afirmaciones tan categóricas. El wéstern ha prestado mucha atención a las amistades cercanas y entrañables entre hombres. El género está plagado de secuencias donde dos hombres duermen a la lumbre de una hoguera o charlan a la orilla de un rio y cuentan sus secretos más íntimos - Dos cabalgan juntos (1961), Appaloosa (2008)- aunque se puede barruntar que el mundo de Almodóvar está más cerca de Duelo al sol (1946) o de Johnny Guitar (1954).

Siempre ha habido una tentación de atribuir a estas relaciones entre hombres un trasfondo de atracción homosexual. Esta extrapolación iba quizás más allá de las intenciones de los autores. Que dos hombres compartan una amistad forjada en muchas noches a la intemperie no tiene que significar que entre ellos haya una atracción sexual. Esto probablemente sea una lectura contemporánea de un pasado que pocas veces se dio. Y, en cualquier caso, ya no escandaliza al público actual.

En la película de Almodóvar no hay contexto histórico, ni contexto social. No hay tiempo (poco más de 30 minutos), ni presumiblemente ganas. No parece tampoco que estos dos hombres estén abrumados por ocultar su relación. Hay sin embargo un conflicto humano. Un personaje vuelve a encontrase con su viejo amigo para salvar la vida de su hijo. Este conflicto – el verdadero nudo dramático de la película- está tan enmascarado que nos perdemos en una historia de amor que aparenta bastante forzada, hasta el punto de que se necesita contar dos veces lo mismo, una verbalizada y otra con un flash back. No obstante, la intuición y fuerza visual de Almodóvar sigue estando viva y da lugar a secuencias que sorprenden por su naturalidad: los dos hombres haciendo la cama al despertarse mientras mantienen un dialogo intenso.  

Almodóvar se mantiene fiel a la iconografía y estereotipo clásico del wéstern. El cowboy cabalgando en solitario. El pequeño pueblo del oeste. El paisaje árido. Una balada (en este caso un fado que da título al film) que contextualiza la historia. Un duelo a tres. Pero esto no es novedoso, ni suficiente. Se diría incluso que es un poco rutinario, con poco riesgo formal. Con intenciones muy distintas, Marlon Brando en El rostro impenetrable (1961) se comprometió mucho más en la búsqueda de un paisaje diferente o en la resolución de un duelo. Todo desemboca, sin embargo, en una secuencia final que deja al espectador pensativo - la iluminación crepuscular de Jose Luis Alcaine y la música de Alberto Iglesias ayudan - que parece sacado más de un melodrama rural que de una película del oeste. No es un cierre abierto, es un cierre en falso. Almodóvar no se ha mostrado interesado en seguir el hilo de la película. En ese caso, El sheriff Jake (Ethaw Hawke) volvería a iniciar la persecución – imperativo moral del cargo que ocupa- del hijo de Silva (Pedro Pascal). Y entonces sí, sería inevitable el verdadero duelo a dos y el conflicto, emoción y toma de posición formal y narrativa hubieran estado servidas.

 

 

 

 

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