De lo coral a lo particular. Del plano secuencia al primer plano. Un recorrido formal coherente.
La industria audiovisual española tiene alergia al cine político de actualidad. Seguramente porque es consciente de que la sombra del poder es alargada. Por esta razón, los cineastas españoles más comprometidos –con muy pocas excepciones- prefieren abordar nuestra realidad desde ópticas más oblicuas, por ejemplo, el cine negro o criminal, o la denuncia sobre las consecuencias de la crisis política, social o económica. Así que una película como El reino debe ser bienvenida y, con más razón, cuando se plantea desde un punto de partida honesto y atrevido.
El reino comienza como una película política sobre la corrupción para continuar como un thriller algo enloquecido. Una mezcla de géneros a la que el espectador actual está acostumbrado. Es una opción muy sugerente porque permite indagar en la personalidad y la mentalidad del protagonista que ve cómo se derrumba el mundo a su alrededor: la familia, su bienestar económico, su posición social. Algo muy Hitchconiano. Así nos vamos acercando gradualmente más a su persona que a su representación y se pone al espectador en la posición de introducirse en la trastienda del personaje obligándole a entender, que no a justificar, a un ser corrupto y sin escrúpulos. La trayectoria argumental – la huida hacia delante de un personaje que primero intenta salvarse y luego trata de arrastrar a todos con él - se corresponde con un viaje formal de la misma naturaleza: del largo travelling y secuencia coral del inicio a los primeros planos del final.
La dificultad está en que durante esta transición se pierden elementos que den coherencia a la película. El resto de los personajes quedan desdibujados y, sobre todo, se pierde profundidad en el análisis. La trama política va perdiendo interés según avanza la película. Es necesaria incluso una secuencia donde se verbalizan las motivaciones y los sentimientos del personaje principal: un político sin conciencia. Aquí está el meollo del asunto. La denuncia de que contamos con una clase política que confunde lo púbico con lo privado, sin conciencia de culpa, para finalmente excusarse en que todos hacen lo mismo. Por eso, una de las secuencias más celebradas por la crítica, aquella en la que el cliente de un bar recibe por error más vueltas de las que le corresponden y decide quedárselas, es muy tramposa y me atrevería a decir que inmoral. De alguna manera nos dice que todos somos iguales, que solo es una cuestión de precio.
Rodrigo Sorogoyen dirige con buen pulso el filme. Hay secuencias narradas con mucho brío, ritmo frenético y energía (la búsqueda de unas agendas en casa de un colega de fechorías, o la huida enloquecida en automóvil posterior). Remiten, como en el citado travelling de la primera secuencia, al Scorsese de Uno de los nuestros (1990). Brillan también aquellos otros momentos en los que el director (con su guionista Isabel Peña) se recrea en el detalle: el leve movimiento de cámara hacia el rostro de su mujer cuando ésta es consciente de que el miserable de su marido es capaz de destrozar todo cuanto ama, o aquellos otros que muestran la ternura de la relación del protagonista con su hija.
El resultado global es más que digno. Destacan las interpretaciones, especialmente la de Antonio de la Torre, que llega a sobrecoger. Josep María Pou está, como siempre, impecable. Luis Zahera deslumbra en el único momento de la película en el que el espectador puede reírse para soltar la tensión. Lo mismo sucede con Ana Wagener, como la correosa Secretaria General del partido, o Francisco Reyes como su silabeante adjunto. No se citan nombres, ni siglas. No hace falta. La tramoya es bastante reconocible. Todo ello se completa con la música electrónica de Olivier Arson, la fotografía de Alejandro de Pablo y el montaje de Alberto del Campo, que proporcionan una factura muy profesional a la película.
En
un momento del filme se recuerda que el protagonista no tiene estudios. Da la
impresión, sin embargo, de que ningún máster podrá solucionar el problema.
Afianzar una cultura democrática necesita tiempo, instituciones trasparentes e independientes
y que los ciudadanos con ambiciones políticas entiendan que, a veces, es más
valioso un caballo que hacerse dueño del reino a cualquier precio. Shakespeare
lo tenía claro cuando hizo exclamar a Ricardo III: ¡Mi reino por un caballo!
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